viernes, 20 de mayo de 2011

Estancados… ¿Un siglo más? - Economista Juan Manrique Silva



ESTANCADOS… ¿UN SIGLO MÁS?

A inicios del siglo XX el ingreso per- cápita de los Estados Unidos era nueve veces superior al de los países latinoamericanos; transcurridos cien años, la proporción ha aumentado en forma dramática. A decena de veces superior. Esta perturbadora información nos conduce a la inevitable pregunta ¿Por qué  la mayor parle de los países sudamericanos se han estancado –en el mejor de los casos– o rezagado frente a otras naciones?
Consideremos que los gobiernos en los últimos años han experimentado con casi todas las formas políticas y económicas posibles, desde radicales posiciones marxistas hasta socialismos moderados o inmoderados, incluyendo a los exóticos modelos populistas y sus respectivas heterodoxias económicas, con los lamentables resultados que se expresan en el aumento de la pobreza y la desigualdad en la mayor parte de los países sudamericanos.
En la siguiente reflexión vamos a referirnos a tres cuestiones que tratan de explicar las causas por las cuales las ideas liberales no se convirtieron en la base de los programas de desarrollo en nuestros países pero que sí se aplicaron en los países prósperos.

El miedo a la libertad
¿Por qué en Latinoamérica no hay partidos liberales mayoritarios?, es la pregunta que en forma reiterativa se escucha en los más diversos lugares. La libertad ha sido una de las metas que con más entusiasmo ha perseguido la cultura occidental; no obstante, es bien sabido que en nuestros países la libertad ha sido una práctica difícil, rara y muchas veces incomprendida.
La primera vez que escuché la palabra liberal –la que comparte la misma raíz con libertad– lo recuerdo muy bien, era para referirse a una muchacha de la cual todos debíamos desconfiar. Estaba señalando –en general– a personas de comportamiento dudoso. “Cuídate de fulanito o fulanita; es liberal”, esta era una sentencia descalificadora.
Y esto que parece el simple recuerdo de muchachos encierra las causas y el por qué el liberalismo no ha calado en el pensamiento latinoamericano. Invariablemente se le asoció a la sospecha, a la desconfianza y al miedo – casi siempre inducido– que causa el ejercicio de la libertad y la responsabilidad personal. En esto último el marxismo y todas sus vertientes tienen mucho que ver.
La propaganda en contra de las ideas de libertad que durante décadas desplegó el aparato propagandístico de los países socialistas (probablemente en lo único que fueron eficientes) tuvo mucha influencia sobre los trabajadores, educadores, políticos y, en general, sobre el pensamiento y acción de millones de personas durante el siglo pasado.
En gran parte de las universidades donde se forman los futuros profesores y profesionales se ha pensado y visto el mundo en función del materialismo dialéctico e histórico, y, como consecuencia de ello, han agrandado hasta la elefantiasis a pensadores menores como José Carlos Mariátegui o Haya de la Torre y disminuido, o casi hecho desaparecer del ambiente académico y político, a reconocidos liberales como Pedro Beltrán, quien terminó su vida en soledad y sentenciado como el “amigo de los imperialistas y explotador del pueblo”.
Cuando tímidamente a los más jóvenes se les da a leer alguno de los innumerables ensayos y artículos que durante décadas Pedro Beltrán escribió en La Prensa, la opinión es casi unánime: “pero si este señor ha escrito y detallado lo que los países exitosos hicieron para salir de la pobreza”.

Liberales, ¿egoístas o solidarios?
Una crítica muy común y extendida entre los latinoamericanos, y que va contra nuestra forma de ser, es la que afirma que el liberal es un vulgar egoísta y que practica el desamor y la indiferencia con los demás para que los otros no se metan con él.
Es evidente que tal afirmación no es correcta. El liberalismo acepta al hombre tal cual es, con sus virtudes y defectos y con el derecho de elegir por sí mismo cualquiera de las opciones que la vida le ofrece, de acuerdo con unas reglas dictadas por su conciencia, el derecho y la ley. El Estado garantiza el cumplimiento de esas leyes para proteger al individuo.
Entonces, cuando la persona tiene la posibilidad de elegir por sí misma, opta por el grado de egoísmo o solidaridad que desee. Como en todas las sociedades, habrá liberales egoístas pero también habrá muchos o pocos que no lo sean.
Cuando los gobiernos obligan a las personas a ser solidarios con los demás, mediante abusivos impuestos, lo único que consiguen es trasladar la responsabilidad de los individuos a determinados burócratas, y con ello sí fomentan el egoísmo. Los impuestos excesivos inducen a los contribuyentes al siguiente razonamiento: “Si ya pagué impuestos, ya no tengo por qué ayudar a otras personas”. La mejor manera de crear personas y sociedades egoístas es transferir la decisión personal a algún empleado público. Los países socialistas y los gobiernos populistas son la mejor muestra de la poca solidaridad que existe entre sus miembros.
Uno de los grandes méritos del pensamiento liberal es reconocer al individuo en su exacta dimensión, es decir, un ser imperfecto distinto al de las utopías sociales y políticas que buscaban, a como diera lugar, al “nuevo hombre”, aunque en el intento por conseguirlo tuvieran que asesinar a cien millones de personas durante el siglo XX.
El individuo libre puede optar por ser solidario, pero también puede decidir no serlo. En este último caso, al Estado le corresponde un importante rol que cumplir con aquellos grupos desprotegidos que existen en cualquier sociedad: los niños sin familia, los ancianos desamparados y todas aquellas personas que por su condición no pueden participar directamente en el mercado.
Para ellos, los pensadores liberales le han asignado al Estado un papel, el que claramente distingue el maestro de Glasgow, Adam Smith, al afirmar en La riqueza de las naciones:

“… según el sistema de libertad natural, el Soberano tiene únicamente tres deberes que cumplir (…) el primero, defender a la sociedad contra la violencia e invasión de otras sociedades independientes; el segundo, proteger en lo posible a cada uno de los miembros de la sociedad de la violencia y de la opresión de que pudiera ser víctima por parte de otros individuos de esa misma sociedad, estableciendo una recta administración de justicia; y el tercero, erigir y mantener ciertas obras y establecimientos públicos cuya construcción y sostenimiento no pueden interesar a un individuo o a un pequeño número de ellos, porque las utilidades no compensan los gastos que pudiera haber hecho una persona o un grupo de estas, aun cuando sean frecuentemente muy remuneradoras para el gran cuerpo social” (libro IV, cap. 9).

El subrayado que hemos hecho en la última frase del párrafo anterior indica claramente la importancia que tiene “para el gran cuerpo social” la protección de las personas indefensas en una sociedad libre. Negar esto es simplemente presentar una caricatura del pensamiento liberal, cuando se trata de igualar –deliberadamente– liberalismo con egoísmo.


Las dos caras de una misma moneda
La gran mayoría de los gobernantes de nuestros países han sido dictadores. Los encontramos de todas las layas: desde defensores del mercado hasta radicales marxistas. El punto en común que tienen, es que, ni unos ni otros, comprenden que la libertad económica y la libertad política es una sola.
Un modelo que sólo se preocupa por que exista libertad de mercado y elimina los derechos políticos es tan débil como aquél que se preocupa por los derechos políticos y se olvida del libre mercado. En los pocos casos en que algún dictador militar se olvida  “que es un burócrata con entorchado y espadín[i]y trata de imponer una economía de mercado, casi siempre se encuentra con la tenaz resistencia de las poblaciones, pues sin el consenso de los ciudadanos es imposible que funcione por mucho tiempo y en forma estable un modelo de libre mercado. Pronto aparecerá la corrupción, y como no existen instituciones libres que se controlen unas a otras, el robo y el pillaje crecerán en forma tal que terminarán por destruir cualquier economía por más próspera que haya sido en un momento determinado. Indonesia con Suharto es el mejor ejemplo de cómo las dictaduras militares se pueden desmoronar en pocas horas, arrastrando con ellas a todo un pueblo.

De otro lado, se encuentran las conocidas democracias que, respetando los derechos civiles de sus ciudadanos, se olvidan o menosprecian el otro gran derecho: el de la libertad económica. Estas también acaban mal. Latinoamérica ha sido el dramático escenario en el que se ha visto la forma como el caos económico ha hecho sucumbir a la aparentemente más perfecta de la democracias. Uruguay, durante la década del setenta, es el más claro de los ejemplos, aunque muchos otros casos similares se pueden encontrar en la historia reciente de nuestro continente.
Milton Friedman en Capitalismo y libertad afirma:


“Un modelo que sólo se preocupa porque exista libertad de mercado y elimina los derechos políticos es tan débil como aquél que se preocupa por los derechos políticos y se olvida del libre mercado.”

“… La clase de organización económica que produce libertad económica directamente, es decir, el capitalismo competitivo, produce también libertad política, porque separa el poder económico del poder político, y de esta forma permite que uno contrarreste al otro” (cap. 1).


Esta es la lección que debemos tener en cuenta si algún día elegimos ser prósperos, para que nuestros bisnietos de aquí a cien años no tengan que lamentarse del nuevo “siglo perdido”.


[i]  Así llamaba MVLL a los militares que deseaban ser gobernantes, hoy para sorpresa de muchos, apoya al militar con pocos entorchados que pretende gobernar el país.



Juan Manrique Silva
Economista



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